Cartas de la
impotencia
Las Dunas, 26 de Noviembre 1.898
Queridísima Prisca y queridos padres:
A todos os dirijo esta carta desde el campo
de concentración de la Dunas, ya que no me dan más que una oportunidad de
hacerlo. Son las desventajas de ser un prisionero.
Por mi buen comportamiento, me han concedido poder escribiros cada seis
meses.
Mi vida diaria en este desierto, es un infierno entre las dunas que le dan
nombre.
Nos levantan a toque de corneta y redoble de tambor a las seis de la
mañana. Cosa que se agradece, porque a partir de las once, el calor es asfixiante.
Pasan lista por números, ya que no son capaces de aprenderse nuestros
apellidos. Entre los soldados hay cantidad de analfabetos, incluso entre los
mandos, aunque se preocupan muy mucho de negarlo, porque a estos yanquis no les
gusta sentirse inferiores.
Para desayunar Prisca nos dan café. Y para mojar, un trozo de bizcocho de
harina de yuca, duro como el pedernal.
Luego nos dejan libres, excepto las cuadrillas de reten encargadas de la
limpieza del campo, las tiendas de campaña y las letrinas. Cuarteadas por el
polvo, el salitre de la mar y el sol, que son como cascadas de agua cuando
llueve, empapando el jergón tirado sobre el suelo de tierra. Una cabronada se
mire por donde se mire.
Su única ventaja, es que el barro ahoga y arrastra las tribus de piojos y
chinches que nos agobian día y noche produciéndonos urticaria.
Así, vagueando, sin hacer nada, estamos hasta la hora de
"fajina": En colas interminables, esperamos, a las doce del día, bajo
un sol implacable, y un calor húmedo, que te hace sudar hasta la caña de los
huesos, con la escudilla en la mano que se recalienta al sol y abrasa, que te
sirvan un solo plato de arroz cocido con harina tostada de maíz y carne de
cerdo. Para acompañar un pan de centeno amasado hace tres días.
A partir de ahí, comienza una guerra civil por encontrar un trozo de
sombra, donde sentarte y rumiar el rancho. Y otra batalla mas por conseguir tu
ración de agua, que trasportan en cubas de madera, expuestas al sol en medio de
las dunas, caliente como un caldo de gallina, que te acuchilla los labios
cuarteados, y la garganta reseca por la sed.
Las tardes, se hacen interminables, esperando el frescor de la anochecida,
porque el sol, que se sumerge, con lentitud agónica, en las profundidades del
mar, tras la fina línea del horizonte, se aferra a la vida y la apura, hasta
que la noche impone sin contemplaciones su ley de oscuridad absoluta. Solo amor
en las noche de luna llena se ven tirabuzones de plata peinándose sobre las
olas y me acuerdo de tu melena cuando acaricio las dunas y se me escapa la
arena entre los dedos igual que hace tu pelo.
Con el toque de silencio, roto, con machaconeo de martillo pilón, por las
voces roncas de los centinelas, que gritan el alerta en ingles, llega el
martirio de los recuerdos punzando a garrote vil el cerebro.
En una visión que se repite noche tras noche, paseándose en procesión por
delante de mis ojos.
El día que te conocí. El primer beso que te di. Las primeras fiestas que
pasamos bailando hasta la madrugada, mirándonos a los ojos.
Son puyazos hondos, que hacen sangre.
Me viene a la memoria, la madrugada que nació mi hermana. Venia atravesada
y las parteras sudaban, metiendo las manos hasta las entrañas de mi madre, que
eran un puro grito de dolor. Tan mal lo vieron, que en uno de los momentos de
descanso, pidieron a mi padre que eligiera, o mi madre, o mi futura hermana. La
decisión estaba tomada desde el mismo día que se casaron.
Pasamos horas, abrazados y llorando, sentados en la piedra de molino que
extendida hace de mesa en el zaguán.
Al final todo salió bien, pero aquella historia sirvió para unirnos como
familia. Mi padre encontró en mi hombro el apoyo de un hombre hecho y derecho.
Yo, la humanidad de un padre, bajo la dureza de un cuerpo esculpido en relieve
de venas y de huesos. Los dos a una madre, que adquirió la importancia que ya
representaba en nuestras vidas, pero que su carácter dócil y su cuerpo débil,
la hacían pasar desapercibida. Y a mi hermana, de tanto desear que viviese
empujábamos con la mente para darle la vuelta, y una vez en los brazos de mis
padres, sucia de placenta, ensangrentando el traje de pana marrón y la camisa
con chorreras, la alzamos, como el trofeo, de nuestra victoria particular
contra la muerte.
Todas estas vivencias y muchas más, se suceden, con una claridad pasmosa,
encadenando situaciones y fechas, en un recorrido febril por mi pasado, con las
mismas ansias que un condenado a muerte ante el terrible borrón del para
siempre y la angustiosa incógnita de diluirse en la nada.
Hasta que el toque de diana me taladra con su clarinazo metálico los oídos,
me paso las noches en blanco, navegando por un mar azul de ilusiones, cuya
marea, inexorablemente, me arroja en tus brazos, a pesar de que vivas en tierra
adentro, sin mar, en un lugar pegado al ombligo de España.
Cariño, estar en un campo de concentración, es una experiencia torturante,
para quien vivió como yo y ama la libertad, al limite de la frontera que marca
el viento. Libre dentro del espacio que circunda el horizonte. Suspendido de
las estrellas, columpiándome en el trapecio de la Osa Mayor, sin que ningún ser
humano tenga la potestad de poder, encadenar tu fantasía, enyesar tus ideas, o
encadenar tu espíritu.
Eso pensaba yo, hasta verme marcando el paso en una cuerda de presos
flanqueados por una guardia negra, uniformada de azul marino, que te mira con
rencor y empujados sin miramientos por una coraza de bayonetas desenvainadas,
puntiagudas como un puercoespín de plata, hasta aplastarte contra las
empalizadas de pinos puntiagudos, rematados por una gigantesca corona de
alambre de espino. Que visto desde las estrellas, debe parecer, la cabeza de un
Cristo martirizado.
Sé mi amor, que debo superar todos los momentos de flaqueza que me asedian,
si quiero salir bien librado de esta batalla, la más cruel, que mantengo
conmigo mismo.
Para lograrlo, me aferro a tu amor, igual que el musgo se agarra a la torre
de la iglesia.
Es una lucha diaria, de la que no voy a salir vencido, se pongan como se
pongan estos cabrones yanquis porque entonces, Prisca, seria el inicio de la
cuesta abajo. Una caída libre, hacia el vacío sin fondo del suicidio.
Desconozco cuando me permitirán escribiros nuevamente.
El nuevo amo ( y eso que terminan de matarse en una guerra civil por abolir
la esclavitud) no solo es dueño de nuestras vidas, es también el señor feudal
que gobierna a su capricho nuestra actividad diaria. El será, dios me coja confesado,
quien juzgue mi buen comportamiento. Tiene bemoles la cosa.
Buen comportamiento, cariño, significa aceptar servilmente sus ordenes. No
protestar por la comida que da nauseas. Ni por las malas condiciones higiénicas
que se ceban en todos los prisioneros y están matando a los mas débiles.
Obedecer ciegamente sus ordenanzas. Sonreír cuando te mira de frente un
desgraciado blanco o negro. Aceptar cualquier trabajo por inútil que sea. Y no
ofrecer ninguna resistencia mental o física.
Es decir, un esclavo sin voluntad.
Un hombre, vaciado de su tuétano.
Un pelele sin alma.
Lo triste es que los torturadores aparezcan como campeones de la paz, que
estos cabrones que pisotean con sus botas cualquier derecho que caiga bajo sus
pies, se llamen defensores de la libertad. Lo degradante es que se halaguen
como abanderados en la lucha contra el imperialismo, cuando ejercen como los
mayores imperialistas que ha parido madre.
No te preocupes, cariño por la censura porque no saben leer español.
Te quiero Prisca, solo el destino que a veces es caprichoso y cruel ha
podido separarnos temporalmente, pero con la fuerza de tu corazón, con la
fuerza de tu amor que me llega envuelto en el viento del Atlántico lo
superaremos.
Un beso muy fuerte para todos