lunes, 14 de diciembre de 2009

Carta de la despedida


Carta de la despedida


España un 13 de Marzo de 1899



Mi querida Dominga:

No se como comenzar esta carta, ni tampoco si tendré fuerza y valor para terminarla.
Puedo jurarte por dios, por si ello te sirve de consuelo, que el tiempo que pasé a tu lado, te amé puramente.
Estuve enamorado de tí, hasta la cal de mis huesos y a cada amanecida me planteaba, si quedarme en Cuba, a vivir contigo indefinidamente, renunciando a mi país, y a mi familia, o regresar a mi casa para olvidarme de esta pesadilla para siempre.
Las circunstancias, que manejan a su antojo las riendas del destino, eligieron por mi repatriándome.
Ya sé que pensarás, que esconder mi regreso en esa solución, es de cobardes. De hombres sin palabra, que no tuvo los arrestos suficientes para rebelarse, y cumplir la promesa que un día, agotado y hundido, hice, cogido de tu mano morena, ante la imagen mulata de tu Virgen del Cobre.
Fui débil lo reconozco y me dejé llevar por la marea humana de un ejercito destrozado, sin moral, indisciplinado, cuya única meta era, volver cuanto antes a España.
Estaba enfermo, muerto de miedo, sintiendo los dedos, descarnados de la muerte, mesar dulcemente mis cabellos. La contemplaba de noche, a la contraluz de las velas mortecinas, sentada en el borde de mi camilla, esperando pacientemente a que llegase su hora.
Desde ese momento, solo la idea del regreso, me taladró el cerebro, con la fuerza desbocada de un punzón. Era una idea fija que me martilleaba como el sonido constante de una campana tocando a muerto.
No pude resistirlo, fui cobarde y enterré entre las paredes de madera del barracón-hospital de La Habana, tus besos sensuales calientes como los rayos de tu sol caribeño, la ternura de tus palabras, que eran un bálsamo para las heridas sangrantes de mi mente, y la suavidad de tus caricias, como plumas de pavo real, anilladas en las yemas de tus dedos. Sepulté, tu cuerpo de ébano, esculpido con la perfección y paciencia de un artesano, envuelto en el sudario de mi pasión. Y huí, en el sentido que me empujaba el miedo, sin entender que el miedo es pasajero.
Llegué a mi pueblo, pequeño y mísero, con la aureola de un héroe.
Cuba está tan lejos de sus conocimientos, que el mero hecho de que un paisano suyo haya participado en la guerra es un orgullo que ondea como bandera.
Ilusos, que festejan como victoria, la mas deshonrosa de nuestras derrotas.
Por más que intentase explicárselo, no lo entenderían. Solo quieren engañarse viendo el lado bueno de la vida, porque ya padecen en sus carnes, las miserias del día a día.
Fue una fiesta grande.
De mi amigo Josele, que murió, defendiendo lo mejor que sabia, su posición, en la lomas de San Juan, solo se acordaron sus padres, que todavía siguen llorando delante de su fotografía. La que se hizo con el uniforme de rayadillo, nada más llegar a Cuba. Hasta su novia que en tan poco tiempo, ya debe haberle olvidado pues la encontré besándose con el hijo pequeño del boticario.
Dominga, siento la necesidad de contarte todo esto, porque es la única forma que tengo, de descargar la culpabilidad que me corroen por dentro. Han pasado dos meses desde mi regreso. Mi vida ha cambiado por fuera, pero sigo anclado a tus recuerdos.
Sé que te dolerá enterarte que me casé con mi novia de toda la vida. Hay situaciones en las que el destino insensible te coloca en una dirección sin atajos, sin posibilidad, de que tu voluntad, fuerze el giro a derecha o izquierda, o te de la oportunidad de dar marcha atrás. Es semejante a un río de lava que arrastra, ladera abajo, sin que tu posición pueda vencer su fuerza brutal y que al final del camino, te convierte en una estatua de sal, sin vida y sin alma.
Supongo que el futuro tendré hijos, y me pedirán que les cuente historias de la guerra de Cuba. Y tendré que repasar una y mil veces mis recuerdos. Y tú Dominga aparecerás con todo tu esplendor en primera fila, con tu vestido blanco de encajes que lucia sobre tu piel morena, como la luna llena entre nubarrones de tormenta. Entonces tu nombre, se quedará sepultado en mi garganta, una húmeda tumba para guardar el mayor de mis secretos.
Les contaré verdades que estuve a punto de morir en las trincheras acribillado por las balas, abrasado por la fiebre y en las emboscadas, pero cobardemente ocultaré, que unos dedos de ébano con uñas de nácar se posaban en mis sienes, para refrescar mi angustia, y alejar mis miedos.
Soy consciente, de que se irán pedazos de mi vida, cada vez que maltrate mi corazón con el pasado. Serán canas, que brotaran, de la emoción, congelándose en los neveros demis sienes, como castigo a mi debilidad de hombre.
Yo quise que mi vida discurriese por otros caminos que no son estos. Pero la guerra, esa maldita guerra, que no ha servido para nada, me colocó en otro en otro rumbo, y cuando tuve la oportunidad de anclar mis deseos al presente, la incertidumbre, cebó al miedo, que desplegó sus velas y me hizo regresar derrotado y sumiso al corazón de mis raíces.
No sé si sabrás perdonarme; algún día, porque yo jamás sabré sobreponerme a tanta cobardía, hoy te pido perdón, amada mía por todo el dolor que te he causado


Tuyo por y para siempre

Constantino

jueves, 30 de abril de 2009

Carta de el regreso



Publicado por Gerardo Rodríguez
Queridísima Prisca:
¡Ya estamos en La Habana para volver a casa!
Después de semanas de negociaciones, al fin, la delegación española y la americana, han
llegado a un acuerdo para que seamos repatriados.
De momento nos tienen en cuarentena, alojados en unos destartalados barracones del
puerto que sirven para almacenar las hojas secas de tabaco.
En general, presentamos un aspecto deplorable. Pálidos flacos hasta verse los huesos.
Un ejercito de desarrapados, que se mueven lentamente, como gusanos arrastrando sus miserias. No quiero preocuparte pero mi salud es delicada. Llevo días postrado en una camilla,
afectado de paludismo. Después de ganarle el pulso a la fiebre amarilla, al cólera, a la tiña y a la tisis, no me quedaron fuerzas para resistirme a estas fiebres que me abrasan por dentro, secándome la boca como un corcho, y me hinchan la lengua, hasta asfixiarme.
No puedo comer el rancho, solo beber agua y la leche que tenemos racionada.
Los médicos, no dan abasto, en este hospital de campaña improvisado. Las monjitas, se
multiplican, por los pasillos de camillas, colchonetas en el suelo y literas de madera, con uno y
hasta tres enfermos, acostados en el mismo colchón de paja, repleto de chinches, que salen al
caer la noche de cacería, para chuparle a los más débiles el último coagulo de sus heridas.
Es un alivio observar en la penumbra, las cofias blancas y almidonadas de las hermanas,
revolotear en el aire atentas a cualquier grito, para atender a los desahuciado, la mayoría
hombres jóvenes, que se resisten a morir, porque no entienden, que te arranquen de tu familia,
para llegar hasta esta tierra tan lejos de tu casa, y morir, de una enfermedad para la que no hay
vacuna ni medicamento. Se ha terminado la quinina, falta el yodo y el alcohol. A los moribundos, los engañan, dándoles agua teñida con tabaco, diciéndoles que es curare para su alivio.
Huele a carne podrida y a zotal.Fué una inmensa alegría, recibir la noticia, de que íbamos a ser embarcados en Santiago de Cuba, hacia La Habana, en un barco de la Cruz Roja. Pese a la fiebre, salte de alegría. Lo que tanto había deseado, mi regreso, comenzaba, gracias a Dios, a materializarse.La posibilidad de volver a verte, de estrecharte entre mis brazos y besarte, fue el mejor remedio, contra este sudor frío, que me baja desde la nuca, acuchillándome la espalda.
Por eso la travesía, se me hizo interminable. Tres días hacinados en la bodega, sin luz, ni
aire. Pisando los esputos de los tísicos, que buscaban con la desesperación de un naufrago un ojo
de buey, para llenar con la brisa fresca de la mar, sus pulmones enfermos y soportando el olor
rancio a orín que se almacena a proa, bajo las cuardernas, por la falta de letrinas.
Todo lo doy mi amor por bueno, con tal de acortar la distancia que nos separan. En La
Habana, el recibimiento que nos han hecho, no tiene nada que ver con el que nos prepararon el
día de nuestra llegada. Jodida hipocresia.Ese día, acuérdate, nos esperaba el Capitán General, su esposa con pamela blanca, estado ayer en pleno, el Alcalde, los políticos y los empresarios. En las calles un público enfebrecido, blandía banderitas rojas y gualdas y gritaban frenéticamente vivas a España, al compas de marchas militares de las bandas de música.
Esta vez los muy cabrones nos han tratado como apestados. Un cordón de marinería, que se
tapaban la nariz y la boca con una tela de hierbas, se alargaba desde la escala del barco hasta la
misma puerta de los barracones, imposibilitando que el poco público se acercase o que algún
soldado pudiera escaparse. Ni Capitán General, ni señora, ni políticos. Ni banda de música. Ni
coraceros a caballo. Ni su puta madre.
Únicamente un ejercito de sanitarios, con batas blancas, camilleros, practicantes y médicos,
que tratan de organizar, como pueden, el caos de un ejercito derrotado que acepta las ordenes
como verdaderos borregos y da asco ver el pánico reflejado en sus miradas, tristes y apagadas
provocado por la tortura acumulada en los dos meses de maldito cautiverio.
Yo amor, sigo aferrándome a la vida con la misma fuerza irracional con la que sujetaba el
fusil en la trinchera, mientras me repetía hasta convencerme:
"Tengo que sobrevivir, por encima de toda esta mierda y volver vivo a mi casa y que en las guerras se maten los que las encienden. No es justo si dios existe que me muera ahora".
Hasta hoy Prisca, lo he conseguido, aunque me encuentre tirado en esta sucia camilla, por
las calenturas que me abrasan las entrañas, como una fragua cuando se aviva con el fuelle.
Sería mala suerte que habiendo superado las trampas de la muerte, emboscadas en la
manigua, apostadas tras las ametralladoras en las colinas de El Caney, escondiéndose traidoras en
las pistolas rebeldes, en las noches sin luz, de los arrabales de Santiago, el paludismo fuese capaz
de joderme la vida. Debemos ser optimistas, querida Prisca, y pensar que en unos meses, volveremos a disfrutar el uno del otro. Entonces te dedicaré, todo el tiempo del mundo, en un avaro intento, de recuperar cada décima de segundo inútilmente perdido en esta Isla, en la que pienso dejar hasta los piojos que me devoran sin piedad. Ahora que poco a poco la distancia parece que se acorta, la necesidad de disfrutar de tu presencia y acariciar tu cuerpo, se me hace angustiosamente necesaria. Es una fuerza extraña que me hace depender del oxigeno de tus besos, de las suaves caricias de tus dedos despejándome la frente.
Necesito el sabor de tus labios plantando besos en mi boca, y poder fundirme en tu mirada
para explorar tus deseos mas ocultos. Amor mío, que el tiempo pase pronto para poder abrazaros a todos.
Tuyo.
Constantino.

viernes, 13 de febrero de 2009

Cartas de la Impotencia


Cartas de la Impotencia

Las Dunas a 28- Febrero - 1899



Amada y querida Prisca:

Sigo en el campo de concentración de Las Dunas y desconozco cuando volveré a escribirte porque la censura americana, ha contratado colaboradores cubanos para que hagan el trabajo sucio.
Es muy difícil expresarte mis sentimientos en la situación limite en la que me encuentro.

Te sigo queriendo y no me cansaré de repetírtelo, que mi amor por ti, se ha ido ensanchando en la misma medida que se agranda nuestra distancia.

Pero mi vida, ha cambiado radicalmente. Es muy duro estar preso, en un campo de concentración conviviendo con un ejercito de desechos humanos que deambulan como fantasmas entre las dunas donde ya no hay espacio para enterrar en fosas a tanto muerto.

Soy rebelde porque nací sin alambradas de espino. Sin jóvenes centinelas asustados, que vigilan tus pasos día y noche, y se ponen nerviosos con su sombra, disparando a bulto, sobre cualquier cosa que se mueva.

Me gustaría decirte, que mi corazón está feliz y mi espíritu alegre, gozando con la posibilidad de escribirte esta carta, y tu alborozo al recibirla después de tanto tiempo. Podría decírtelo, pero te mentiría.

Lloro, Prisca, de rabia a corazón abierto.

En multitud de instantes, mi amor, tuve pánico a la muerte. Sentí, su fétido aliento en la nuca. Observé de cerca, sus cuencas vacías, negras y profundas que te hacen sudar de miedo. Noté, como el pánico, paralizaba mis músculos, clavando al suelo los huesos de mis piernas.

Pero amada, Prisca, ninguna circunstancia anterior es comparable a estas vivencias, donde te sientes enjaulado como un gavilán. Y tu horizonte se corta en la pared de troncos puntiagudos, rematados por espino y cristales, que nos cercan. Hasta a la noche le ponen fronteras, barriendo con luz las jorobas de arena, que llegan hasta la playa como náufragos perdidos después de la tormenta.
Son las dunas que dan nombre a este infierno, desértico, al aire libre.
Mi temor a morir, se enraizaba, cariño, en la cruel realidad de perderte para siempre.
En cambio, esta situación, representa una agonía lenta, dentro de un futuro incierto. Una interrogante sin respuesta, que incide como la punta envenenada de una flecha, en la línea de flotación de mi voluntad férrea de sobrevivir.
Me he propuesto resistir, a la trágica realidad que nos acosa. Una tortura calculada para destrozar al hombre minando con paciencia de termita, la moral de estos soldados derrotados, que pasean el sello de la rendición, colgado de la desmoralización de sentirse abandonados.

Y a los que han vaciado de voluntad y alma para convertirlos en desechos vivientes de hombres.
Lo han intentado todo para anularnos.

Ayer, me requisaron todas tus cartas, cortándome de un tajo, el cordón umbilical de tus recuerdos.
Es un paso más en su proceso de reconvertirte en un guiñapo.
Una cabronada que debo reconocer que me ha impactado como una bomba en el pecho.
Tus cartas, vida mía, eran cartas de amor, impregnadas de comprensión y ternura, hacia nuestra separación, que llevas con un talante de mujer comprometida. Paciente y rocosa a los embates de los mozos que quieren cortejarte. Tu cariño hacia mi persona, empapa las frases, que se alinean en letras diminutas perfumando el papel de tus misivas.
No tenerlas amor, representará un vacío similar, a la inmensa soledad que sentiría, el único habitante de la tierra.

Prisca, mantén firme y florido nuestro amor, que es lo mas puro.
Te quiero y jamás se marchitará nuestro cariño, que está por encima de guerras, de políticas crueles, de patriotismos falsos y de personas rastreras.
No sé amor de mis amores, cuando volveré a escribirte, ni que tiempo durará esta condena, ni tan siquiera si saldré vivo de esta ratonera, donde se muere de insolación, de tifus, de gangrena o de un tiro en la cabeza.
La huida hacia el mar es imposible esta plagado de tiburones.
Saltar la empalizada es con toda seguridad morir acribillado por las ametralladoras.

Rezo a Dios por volver, porque es la única esperanza que me queda. Reza tu también para que se cumplan pronto nuestros deseos de vernos frente a frente en nuestro pueblo. De que podamos casarnos y tener hijos, y que nuestros hijos nos den nietos.
Te pido que les des un beso a mis padres y otro fuerte a los tuyos.

Un abrazo a mi hermana y primos.
Y recuerdos para todos los amigos del pueblo.

Te quiero hasta la eternidad.

Tuyo.

Constantino

domingo, 18 de enero de 2009

Cartas de la impotencia


Cartas de la impotencia

Las Dunas, 26 de Noviembre 1.898





Queridísima Prisca y queridos padres:


A todos os dirijo esta carta desde el campo de concentración de la Dunas, ya que no me dan más que una oportunidad de hacerlo. Son las desventajas de ser un prisionero.


Por mi buen comportamiento, me han concedido poder escribiros cada seis meses.


Mi vida diaria en este desierto, es un infierno entre las dunas que le dan nombre.


Nos levantan a toque de corneta y redoble de tambor a las seis de la mañana. Cosa que se agradece, porque a partir de las once, el calor es asfixiante. Pasan lista por números, ya que no son capaces de aprenderse nuestros apellidos. Entre los soldados hay cantidad de analfabetos, incluso entre los mandos, aunque se preocupan muy mucho de negarlo, porque a estos yanquis no les gusta sentirse inferiores.


Para desayunar Prisca nos dan café. Y para mojar, un trozo de bizcocho de harina de yuca, duro como el pedernal.


Luego nos dejan libres, excepto las cuadrillas de reten encargadas de la limpieza del campo, las tiendas de campaña y las letrinas. Cuarteadas por el polvo, el salitre de la mar y el sol, que son como cascadas de agua cuando llueve, empapando el jergón tirado sobre el suelo de tierra. Una cabronada se mire por donde se mire.



Su única ventaja, es que el barro ahoga y arrastra las tribus de piojos y chinches que nos agobian día y noche produciéndonos urticaria.



Así, vagueando, sin hacer nada, estamos hasta la hora de "fajina": En colas interminables, esperamos, a las doce del día, bajo un sol implacable, y un calor húmedo, que te hace sudar hasta la caña de los huesos, con la escudilla en la mano que se recalienta al sol y abrasa, que te sirvan un solo plato de arroz cocido con harina tostada de maíz y carne de cerdo. Para acompañar un pan de centeno amasado hace tres días.



A partir de ahí, comienza una guerra civil por encontrar un trozo de sombra, donde sentarte y rumiar el rancho. Y otra batalla mas por conseguir tu ración de agua, que trasportan en cubas de madera, expuestas al sol en medio de las dunas, caliente como un caldo de gallina, que te acuchilla los labios cuarteados, y la garganta reseca por la sed.



Las tardes, se hacen interminables, esperando el frescor de la anochecida, porque el sol, que se sumerge, con lentitud agónica, en las profundidades del mar, tras la fina línea del horizonte, se aferra a la vida y la apura, hasta que la noche impone sin contemplaciones su ley de oscuridad absoluta. Solo amor en las noche de luna llena se ven tirabuzones de plata peinándose sobre las olas y me acuerdo de tu melena cuando acaricio las dunas y se me escapa la arena entre los dedos igual que hace tu pelo.



Con el toque de silencio, roto, con machaconeo de martillo pilón, por las voces roncas de los centinelas, que gritan el alerta en ingles, llega el martirio de los recuerdos punzando a garrote vil el cerebro.



En una visión que se repite noche tras noche, paseándose en procesión por delante de mis ojos.



El día que te conocí. El primer beso que te di. Las primeras fiestas que pasamos bailando hasta la madrugada, mirándonos a los ojos.



Son puyazos hondos, que hacen sangre.



Me viene a la memoria, la madrugada que nació mi hermana. Venia atravesada y las parteras sudaban, metiendo las manos hasta las entrañas de mi madre, que eran un puro grito de dolor. Tan mal lo vieron, que en uno de los momentos de descanso, pidieron a mi padre que eligiera, o mi madre, o mi futura hermana. La decisión estaba tomada desde el mismo día que se casaron.



Pasamos horas, abrazados y llorando, sentados en la piedra de molino que extendida hace de mesa en el zaguán.



Al final todo salió bien, pero aquella historia sirvió para unirnos como familia. Mi padre encontró en mi hombro el apoyo de un hombre hecho y derecho. Yo, la humanidad de un padre, bajo la dureza de un cuerpo esculpido en relieve de venas y de huesos. Los dos a una madre, que adquirió la importancia que ya representaba en nuestras vidas, pero que su carácter dócil y su cuerpo débil, la hacían pasar desapercibida. Y a mi hermana, de tanto desear que viviese empujábamos con la mente para darle la vuelta, y una vez en los brazos de mis padres, sucia de placenta, ensangrentando el traje de pana marrón y la camisa con chorreras, la alzamos, como el trofeo, de nuestra victoria particular contra la muerte.



Todas estas vivencias y muchas más, se suceden, con una claridad pasmosa, encadenando situaciones y fechas, en un recorrido febril por mi pasado, con las mismas ansias que un condenado a muerte ante el terrible borrón del para siempre y la angustiosa incógnita de diluirse en la nada.



Hasta que el toque de diana me taladra con su clarinazo metálico los oídos, me paso las noches en blanco, navegando por un mar azul de ilusiones, cuya marea, inexorablemente, me arroja en tus brazos, a pesar de que vivas en tierra adentro, sin mar, en un lugar pegado al ombligo de España.



Cariño, estar en un campo de concentración, es una experiencia torturante, para quien vivió como yo y ama la libertad, al limite de la frontera que marca el viento. Libre dentro del espacio que circunda el horizonte. Suspendido de las estrellas, columpiándome en el trapecio de la Osa Mayor, sin que ningún ser humano tenga la potestad de poder, encadenar tu fantasía, enyesar tus ideas, o encadenar tu espíritu.



Eso pensaba yo, hasta verme marcando el paso en una cuerda de presos flanqueados por una guardia negra, uniformada de azul marino, que te mira con rencor y empujados sin miramientos por una coraza de bayonetas desenvainadas, puntiagudas como un puercoespín de plata, hasta aplastarte contra las empalizadas de pinos puntiagudos, rematados por una gigantesca corona de alambre de espino. Que visto desde las estrellas, debe parecer, la cabeza de un Cristo martirizado.



Sé mi amor, que debo superar todos los momentos de flaqueza que me asedian, si quiero salir bien librado de esta batalla, la más cruel, que mantengo conmigo mismo.



Para lograrlo, me aferro a tu amor, igual que el musgo se agarra a la torre de la iglesia.



Es una lucha diaria, de la que no voy a salir vencido, se pongan como se pongan estos cabrones yanquis porque entonces, Prisca, seria el inicio de la cuesta abajo. Una caída libre, hacia el vacío sin fondo del suicidio.



Desconozco cuando me permitirán escribiros nuevamente.



El nuevo amo ( y eso que terminan de matarse en una guerra civil por abolir la esclavitud) no solo es dueño de nuestras vidas, es también el señor feudal que gobierna a su capricho nuestra actividad diaria. El será, dios me coja confesado, quien juzgue mi buen comportamiento. Tiene bemoles la cosa.



Buen comportamiento, cariño, significa aceptar servilmente sus ordenes. No protestar por la comida que da nauseas. Ni por las malas condiciones higiénicas que se ceban en todos los prisioneros y están matando a los mas débiles. Obedecer ciegamente sus ordenanzas. Sonreír cuando te mira de frente un desgraciado blanco o negro. Aceptar cualquier trabajo por inútil que sea. Y no ofrecer ninguna resistencia mental o física.



Es decir, un esclavo sin voluntad.



Un hombre, vaciado de su tuétano.



Un pelele sin alma.



Lo triste es que los torturadores aparezcan como campeones de la paz, que estos cabrones que pisotean con sus botas cualquier derecho que caiga bajo sus pies, se llamen defensores de la libertad. Lo degradante es que se halaguen como abanderados en la lucha contra el imperialismo, cuando ejercen como los mayores imperialistas que ha parido madre.



No te preocupes, cariño por la censura porque no saben leer español.



Te quiero Prisca, solo el destino que a veces es caprichoso y cruel ha podido separarnos temporalmente, pero con la fuerza de tu corazón, con la fuerza de tu amor que me llega envuelto en el viento del Atlántico lo superaremos.



Un beso muy fuerte para todos