UNA VENTANA A LA ESTACION

Cuando
Tito Carranza, se asomó como hacía cada mañana muy temprano, a aquel amplio
mirador de su habitación que se orientaba por un lado hacia las vías del tren y
que de frente miraba sobre la playa, yo llevaba ya mas de una hora ayudando a
Miguel el vaquero, a ordeñar las vacas que mi padre tenia estabuladas en la
finca de “Las Marujas”. Y es que Tito podía pasarse horas observando desde ese
mirador, la inmensidad de aquel trozo de mar Mediterráneo que se extendía
frente a sus ojos y que tanto le relajaba cuando al filo del temporal reventaba
en grandes olas de espuma blanca. Observándolo atentamente, fue como descubrió
de pronto que algo muy gordo tenia que haber sucedido al mismo borde de la
orilla, porque aquella aglomeración de gente que no era nada habitual a esa
hora tan tempranera, se movía nerviosamente sobre la arena, a la vez que desde
lejos le llegaban nítidamente los lamentos y gritos de desesperación de las
mujeres. En su opinión, aquella situación era un claro aviso de que había
ocurrido un fatal accidente. Para terminar de confirmar sus sospechas, vio como
hacían su aparición desde el poblado de los pescadores, andando apresuradamente
hacia la playa, don José el medico, acompañado de don Veremundo que sujetaba en
su mano derecha su maletín de practicante, ambos iban flanqueados por cuatro
guardias “mehanis” marroquíes al mando de un cabo.
Recuerdo que Tito solía tener por costumbre
levantarse minutos antes de que el sol emergiese poco a poco de las
profundidades de aquel mar azul cobalto, que se iba tiñendo muy lentamente a
medida que el día amanecía, con tenues reflejos de colores rojizos y purpuras .
Aquel era un espectáculo al que Tito que había pasado toda su niñez lejos del
mar, se había abonado. Para mi, que Tito
se recrease contemplando como un sol de
fragua africana, comenzase su jornada
cotidiana desperezándose soñoliento y levantando en su ebullición tirabuzones
de calima, era una adicción que le inyectaba un optimismo y unas ganas de
vivir, de las que Tito Carranza necesitaba en aquellos tiempos cientos de toneladas.
Pero
según me había contado algunas veces, Tito lo hacia también para evitar en lo
posible, los calores bochornosos que arrastra el mes de agosto, mientras
disfrutaba de los esplendidos desayunos que Cherifa, la cocinera “mora” de la
casa, le preparaba con especial cariño y le subía puntualmente a su habitación.
Y ya de paso, continuaba, podía dedicarle tiempo a repasar después su amplia
colección de mariposas.
Tuve la oportunidad de saberlo el mismo día
en que nos conocimos Yiláli y yo. Que aquel tren que solía avanzar muy
lentamente, adornándose con un bonito penacho de humo blanco en la cresta de su
chimenea, tenia la virtud de fascinar a
Yiláli.
Y eso
que subía respirando fatigado el duro repecho que finalizaba en la misma
estación de Castillejos.
Debo reconocer que en realidad a Yiláli le
fascinaba todo lo que tuviese alguna relación con la actividad ferroviaria.
A mi se me barruntaba que tal vez aquella
extrema curiosidad que tanto le fascinaba a Yiláli estuviese influida, por la
situación que ocupaba la casa donde nació a escasos metros de la estación de
Miramar. La casa, había sido en realidad anteriormente un viejo almacén de
traviesas de madera, reconvertido en vivienda por la Compañía de Ferrocarriles
Hispano-Marroquí y que para que su tosca construcción no desentonase dentro del
entorno del paisaje árido de las dunas color vainilla, la habían pintado
totalmente de marrón.
No se
sabia bien porque aquel joven ingeniero jefe de obras recién llegado desde la
central de Madrid, que jugaba con mi padre y don Bernardino el padre
franciscano al domino en el bar Plata, eligió para construirlo, aquel solar
baldío que se encontraba enclavado entre las vías del tren y las primeras dunas
que señalaban el comienzo de la playa
Pero quien mejor conocía a Yiláli era su tío
Jalét . El matarife que regentaba el puesto de la carne en el mercado de
abastos. Contaba Jalét, una calurosa noche estrellada en la terraza del cafetín
del Susi, que aquella afición por las cosas ferroviarias que le volvían loco a
Yiláli desde muy pequeño, tenían su razón de ser en las innumerables historias que
su hermano Kaddúr le contaba pacientemente cuando volvía del trabajo.
Habitualmente se trataban de simples anécdotas que solían girar alrededor de su
dedicación profesional. Pero la agudeza de Yiláli presentía en seguida cuando
su padre manejaba hechos reales por lo
detallado con que se prestaba a exponer la narración y cuando, descubría como su padre se las arreglaba para ir inventándoselas,
porque las noticias que ocurrían en el pueblo no daban para mas.
Pero lo evidente era, que conociendo a Yiláli
con la hondura que yo le conocía, comprendía perfectamente que todos aquellos
relatos que escuchaba ciertos o no, tenían la gran virtud de captar siempre su
atención, al tiempo que solían
transportarle mentalmente al centro nuclear de la aventura, donde
disfrutaba integrándose plenamente en ella como un personaje mas de la
historia.
Y es que Kaddúr, el padre de mi amigo Yiláli
trabajaba como fogonero de primera clase en la maquina numero 3008.
Se trataba de una antigua Deutsches
Bundesbahn. Una vieja maquina de vapor que habían retirado del servicio después
de realizar durante muchos años el trayecto de Por-Bou a Barcelona arrastrando
vagones cargados de pasajeros. Recuerdo bien como lo contaba siempre que podía
el jefe de la estación de Miramar el señor Troncoso, que según el, tuvo el
privilegio de encontrarse en el muelle de la Puntilla de Ceuta el día que la
desembarcaron con muchas dificultades, rodeado de todas las máximas autoridades
de la ciudad y los jefes principales de la Compañía de Ferrocarriles.
Hasta
entonces, Kaddúr había tenido que superar catorce largos años desempeñando todo
tipo de trabajos duros dentro de la empresa, para alcanzar el puesto de
fogonero.
Por
eso cuando algunas veces bajábamos los dos hasta la playa para encontrarnos con
nuestro amigo Tito Carranza, que por prescripción medica, estaba obligado a protegerse
del sol, debajo del sombrajo que los obreros de la Compañía habían levantado
con ramas de adelfas muy cerca de la orilla, Yiláli no se cortaba un pelo para
soltarle siempre los mismos reproches.
-Tito convéncete. Vosotros los funcionarios
españoles tenéis aquí en Castillejos la vida mas que resuelta. Solo tienes que
pararte a comparar la casa donde tu vives con la mía. En cambio nosotros los
“moros” estamos obligados a sudar la gota gorda y sacrificarnos durante mucho
tiempo para llegar a conseguir un puesto mas o menos decente. Si no te crees lo
que te digo fíjate en mi padre. Comenzó el hombre como peón asentando las
traviesas para sujetar los railes, después durante un tiempo lo colocaron de
guardafrenos, de ahí paso a ser engrasador y hasta que consiguió llegar a
fogonero tuvieron que pasar catorce largos años, justo la edad que yo tengo
ahora.-
Yiláli, para no molestarme, tenia la habilidad
de separar su concepto entre españoles. De esta forma no tenia porque darme por
aludido. Y es que para Yiláli, por un lado estaban los funcionarios con sus
privilegios y prerrogativas y por otro nosotros los colonos, que en el fondo
éramos tan españoles como los funcionarios, pero en su forma de pensar nos
diferenciaba, el que los finqueros
tuviéramos que ganarnos como estaban obligados los nativos, el pan
diario con el sudor de nuestra frente.
Tengo que reconocer que se lo reprochaba sin
acritud, pero con firmeza, sabiendo que Tito Carranza era el único hijo del
jefe principal de los ingenieros ferroviarios de la zona.
El caso es que pese a esas pequeñas
discusiones, Yiláli y Tito se llevaban estupendamente. En realidad eran unos
buenos amigos que se compenetraban y se necesitaban, aunque recuerdo que algunas
veces, aquellas indiscutibles diferencias de clases que les separaban saltasen
amenazadoras sobre su solida amistad.
Porque en aquellos momentos Yiláli
representaba la fortaleza física y la vitalidad que a Tito tanto le faltaba,
mientras que Tito le aportaba a Yiláli su excelente formación académica,
adquirida durante sus estudios en el internado del colegio del Pilar de los
hermanos Marianistas situado en Tetuán. Así fue, hasta justamente el día en que
la “polio” le condeno de improviso a llevar de por vida, aquellos duros anclajes
de acero que tenia que sujetarse con pequeñas correas de cuero a cada una de
las dos piernas para poder andar. Creo recordar que ante la imposibilidad física
de continuar sus estudios en Tetuán, su padre tuvo que llegar a un acuerdo con
don Rafael Zaragosí el maestro de las escuelas publicas del pueblo para que le
diese clases particulares por las tarde en su casa.
Tito Carranza sabia de antemano que alcanzar
el mirador de su habitación sin el auxilio de las muletas le costaba un
esfuerzo descomunal, pero a parte de servirle como ejercicio físico y mental
recomendado insistentemente por don José el medico de la Compañía, sentarse en
aquella atalaya le proporcionaba también una distracción para matar un tiempo
que algunos días se le hacia pastoso e interminable. Lo normal era que cada
mañana una vez ordenada su colección de mariposas, Tito esperase pacientemente
hacia las siete de la mañana la llegada de aquel tren que subía bufando como un
toro la empinada cuesta de la Restinga, que tenia su punto final justamente a
la misma entrada de la estación de Miramar.
Porque aquel tren que arrancaba de madrugada
desde las estaciones de Ceuta y que posteriormente recogía viajeros en el
apeadero del Tarajal, serpenteaba pegadito al mar repleto de militares ruidosos
y bullangueros que solían venir cantando una y mil veces la Madelón, hasta
aburrir a las mismísimas chicharras que cantaban sofocadas por el calor
escondidas entre las chumberas. El caso es que los militares tenían por
costumbre ocupar los cuatro vagones de la cabeza. Se trataba en su mayoría de
oficiales y tropa de la Legión que
vivían y pernoctaban a diario en Ceuta y de lunes a sábados se veían obligados a viajar en aquel tren con
destino a su acuartelamiento de Ríffien. Por eso todo el mundo lo conocía como
el tren de los legionarios.
Pero Yiláli nos había confesado mas de una
vez a Tito y a mi con mucha vehemencia que en los dos vagones de cola de ese
mismo tren, se desplazaban los miércoles de mercado muchos de sus amigos.
Nos
explicaba como su primo Rachíd, el hijo de Jalét el carnicero, se divertía
mucho tirándole a las gaviotas que revoloteaban sobre las olas desde las
ventanillas abiertas con su tirachinas y como Hamido el hijo pequeño del Susi,
era capaz de bajarse del ultimo vagón en marcha cuando el tren llegaba a las
curvas del Negrón, para subirse de nuevo cuando la maquina del tren salía del
ultimo túnel de la Condesa envuelto en una cortina de humo negro. Pero también
le acompañaban sus amigos los hijos de los kabileños que habitaban en el pueblo
de Castillejos y algunos que venían de las cercanas kabilas del Anyera y que se trasladaban en aquel tren todos los
miércoles hasta el zoco del Tlata de Beni Mesála. Este zoco estaba emplazado en
un pequeño “aduar” cerca de un apeadero situado a continuación del apeadero de
Ríffien. Era costumbre de los kabileños trasladarse hasta el zoco para hacer
negocios vendiendo sus productos del campo. Productos que ellos mismos criaban
y cultivaban en sus pequeñas propiedades, tales como huevos, gallinas, conejos ,
frutas y verduras y que a la vez aprovechaban para comprarse algunas ropas y
sobre todo para adquirir comida y pienso para sus animales. Y en esos vagones
continuaba Yiláli, poniéndonos los dientes largos, la vida transcurría de una
forma muy diferente. Porque durante todo el recorrido que solía durar alrededor
de dos horas, reinaba una gran fiesta. Por regla general mientras los hombres tenían largas
conversaciones a gritos de sus cosas, los niños se entretenían en jugar alegremente por
los pasillos. Mi amigo Yiláli tenia por costumbre contarnos estas vivencias
gesticulando mucho con las dos manos a la vez que hablaba, lo hacia seguramente
para trasmitir una mayor fuerza a sus palabras. A mi no me sorprendía nada
aquella forma de expresarse, porque estaba acostumbrado a observar en el
mercado de abastos, como los rifeños utilizaban aquella mímica en sus
interminables regateos de compra-venta.
El caso es que nos proponía a Tito y a mi coger
aquel tren de los legionarios, para desplazarnos un miércoles hasta al zoco del
Tlata de Beni Mesála.
No fue difícil convencer a Tito loco por
salir de aquella cárcel dorada donde su madre trataba de protegerle. A Cherífa,
le rogamos que no le dijese nada a doña Virtudes siempre preocupada por
alejarlo de las malas compañías de los “moros”, que en su opinión, solo podían
pegarle a su hijo rebaños enteros de piojos, o contagiarle la tiña. Tenia
Cherifa que contarle a doña Virtudes que Tito pasaría todo el día en mi finca
de las “Marujas”.
Y
aquel miércoles mientras los tres esperábamos escondidos detrás de las cubas de
agua al tren de los legionarios, a Tito
y a mi, parecía que el corazón se nos
iba a salir del pecho. Sobretodo a Tito porque pese a su dificultad para
caminar, para el representaba vivir una
experiencia totalmente desconocida. Solo habían pasado algunos minutos de las
siete de la mañana y ya teníamos los dos vagones de cola parados frente a
nosotros. Cuando Kaddúr el padre de Yiláli nos vio desde el tender de la
maquina nos saludo agitando una mano negra, negrísima de carbón . Dentro del
vagón la aglomeración de gente que subió fue tan grande que no hubo la
posibilidad de encontrar asientos libres donde sentarse. Hasta que llegó el
señor Troncoso el jefe de estación a arreglarlo y puso orden, no pudimos ocupar
un estrecho hueco en uno de aquellos duros asientos de madera. En seguida me di
cuenta que a mi amigo lo conocía todo el mundo. Era curioso observar como la
inmensa mayoría de los hombres mayores se interesaban por su familia,
formalizando un ritual bereber que componían un rosario de preguntas perfectamente
ordenadas. Primeramente preguntaban por la salud de su abuelo, después por sus
padres, sus tíos y sus hermanos. A cada una de aquellas preguntas Yiláli
respondía llevándose la mano al pecho y contestando con un “la bas handulil lah”
( Bién , gracias).
Para
mi aquella alegría alborotadora que se vivía dentro de los dos vagones no
representaba ninguna novedad, pero en cambio a Tito lo tenia hipnotizado. Y
entonces, todos los amigos de Yiláli se sentaron con las piernas cruzadas a lo
largo del suelo del vagón. Algunos extendían las palmas de las manos hacia
arriba esperando que cada uno de los hombres mayores vestidos con chilabas
pardas de lana pese al asfixiante calor, les ofreciesen el desayuno, mientras
otro grupo de niños elevaban sobre sus cabezas unos pequeños cuencos de
hojalata, para que Hamído el cabrero se los llenase de leche. En ese momento
observé como uno de los hombres mas ancianos que tenia el rostro cubierto de
arrugas tan profundas como surcos y que
vestía una chilaba blanca de algodón y se cubría la cabeza con un gran turbante
blanco, comenzó a repartir desde el fondo del vagón, tortas de pan de centeno
rellenas de miel de romero con queso de oveja. Mientras Hamido, este mas joven,
que viajaba con dos cabras para venderlas en el zoco, comenzó a ordeñarlas ante
el jolgorio de todos los niños y nos ofreció a Yiláli y a mi un cuenco de leche
espumeante acompañado de dátiles y pan de higos. Y entonces las mujeres que se
ocultaban la cara con un pañuelo blanco sacaron unas bandejas repletas de dulces.
Fátima la mujer de Jalét y tía de Yiláli,
además de ocultar su rostro, se cubría la cabeza con un gran gorro
redondo hecho de palma trenzada y decorado con cuatro borlas azules, muy típico
de las mujeres rifeñas del norte, que mi madre también acostumbraba a utilizar
mientras plantaba en el huerto las tomateras para resguardarse del sol. Fue
Fátima la que le ofreció a Tito, aquellos cuernos de gacela rellenos de
almedras y “gribás” de nueces que a mi tanto me chiflaban.
Tito era la expresión viva de la felicidad. Aquella
convivencia tan espontanea que observaba, desbordando sin freno la frontera de
las exigentes recomendaciones que a diario le exponía su madre, le mantenían en
un estado de expectación, que le servía para ir absorbiendo cada detalle como si fuese una esponja. Solo
había que percatarse con que satisfacción se bebió Tito la leche que mantenía en el cazo
aun el calor dulce de la ubre y como saboreo las “gribas”.
No
habíamos llegado todavía al apeadero de Riffien, lo intuía porque el señor Guerrero
que era el maquinista jefe, siempre anunciaba su llegada unos cien metros antes
del apeadero, con tres largos silbidos que a mi me sonaban en los oídos, tan
roncos como la voz cazallera de Miguel el vaquero, para que los legionarios se
fuesen preparando para bajarse, cuando Fátima la tía de Yiláli comenzó a cantar
dando unos agudos gritos guturales que el resto de las mujeres secundaron
enseguida. Aquella gritería se escapaba huidiza por las ventanillas abiertas a
las dunas y caprichosamente regresaba a los pocos segundos empujada por el eco.
Mientras tanto, Amina la hija mas pequeña de Fátima, que tenia unos bellísimos
ojos negros como el azabache, se reunió con otras jovencitas para sacar de
debajo de los asientos unos cubos de cinc llenos de agua donde venían
refrescando los higos chumbos desde Castillejos.
A mi aquellos ojazos rifeños me tenían
loquito. Pero curiosamente el primer chumbo que pelo Amina fue para invitar a Tito, que no lo dudo y se lo metió entero en
la boca y se lo trago después de masticar las pepitas y la pulpa, yo un poco
mosqueado hice lo mismo y entonces el anciano de las arrugas en el rostro como
surcos nos advirtió que comer mas de media docena de higos chumbos soltaba la
barriga.
Durante el recorrido que hicimos los tres por
el zoco, siempre fuimos acompañados por el padre de Yiláli que se conocía el
“aduar” como la palma de la mano. Recuerdo que Kaddur nos compro en uno de los
puestos ambulantes pinchitos de cordero y un gran cartucho de “chuparquia”
(pestiños con miel). Tito se lo agradeció con una reverencia dándole mil
gracias, mientras Yiláli se reía.
A la vuelta del zoco, comprobamos como la
fiesta en el tren continuaba de otra manera. Primero tuvimos que parar en el
apeadero de Riffien para que recoger a los legionarios. Se les notaba cansados
de todo un día de faena, pero en cuanto se acomodaron, comenzaron a cantar las
mismas canciones repetidas que a la ida. Yo perdí la cuenta de las veces que
tuve que tragarme la Madelón, el Soldadito Español y el Novio de la Muerte. Especialmente
los kabiléños y la mayoría de los amigos de Yiláli, no les hicieron ni puñetero
caso. A mi en cambio me daba la impresión de vivir en la línea divisoria entre
dos mundos. El viejo de las arrugas profundas como surcos no se levanto esta
vez porque hacia tiempo que permanecía dormido. Tampoco Hamido el cabrero, que
había vendido las dos cabras a un paisano haciendo un trueque, pudo ofrecernos
la leche. Ni Amina volvió a fijarse en Tito, porque se entretenía con el resto
de las jovencitas en tatuarse las manos con los polvos de “henna” que habían
comprado en el mercado. Pero la chiquillería seguía jugando por los estrechos
pasillos “al tu la llevas” y los mas
atrevidos se encaramaban al techo de los vagones por la escalerilla trasera,
para disgusto del señor Troncoso que se desgañitaba ordenando que se bajasen
los niños sin conseguirlo.
En el mismo momento en que nos despedimos los
tres en el anden de tierra de la estación de Miramar, nos juramentamos para
repetir nuevamente la experiencia y volver siempre que pudiésemos a viajar en
el tren de los legionarios.
Cuando Kaddúr entro en el despacho del jefe
de estación ya conocía la noticia. En realidad la noticia ya había corrido como
la pólvora por todo el pueblo pese a lo madrugador de la hora. Para el señor
Troncoso afrontar aquella situación fueron los peores minutos de su vida. Pero
no tuvo mas remedio que comunicarle a Kaddúr, que permanecía de pie en medio de
la habitación, como su hijo Yiláli se había ahogado aquella mañana muy temprano
en la playa de los pescadores y desde esa hora su cuerpo permanecía en el
dispensario de la Compañía velado por las mujeres.
Recuerdo bien como al día siguiente del entierro,
bajo un sol al rojo vivo que hacia sudar las piedras, Tito caminaba ayudado por
sus muletas para no tropezarse con las
traviesas de madera y yo con los ojos enrojecidos de haber llorado
desconsoladamente durante toda la noche, fuimos arrojando claveles blancos que
era la flor preferida por nuestro amigo Yiláli, a lo largo de toda la vía desde la misma
puerta de la casa donde había vivido Yiláli hasta el final de la cuesta de la
Restinga. Llevábamos el corazón encogido porque tanto Tito Carranza como yo
sabíamos, que el tren de los legionarios ya no seria el mismo.
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