jueves, 29 de noviembre de 2012

EL REGALO


                                                     

                                                                           EL REGALO


Conocí a Tinoco, una tarde en que el calor pegajoso del levante hacia sudar los pinos, pegándonos pedradas en los acantilados del “Desnarigado”.
Hasta entonces, yo desconocía su existencia y probablemente Tinoco también hasta entonces, desconocía la mía.
Pero nos hicimos grandes amigos desde el mismo momento en que tuvo que cortarme con rapidez, la hemorragia de sangre que manaba abundantemente por la herida que me había causado con una de sus certeras pedradas, con un pañuelo mugriento que siempre llevaba atado al cuello y del que jamás se separaba. A partir de entonces, aquellos acantilados de las faldas del Hacho, que caían a plomo hasta la cresta de las olas, y que parecían cortados a navajazos, llegando amenazantes a los pies de las murallas del castillo del “Desnarigado”, fue un territorio que compartíamos como hermanos.
Tinoco y su padre habitaban desde hacia meses en una chabola construida con desechos de tablas de madera y trozos de cartón, y a la que le habían colocado un techo de uralita gris para no mojarse los días en que el viento de poniente arrastra lluvia. Anteriormente, me conto Tinoco, vivían en el centro de Villa Jovita, en un piso bajo de una vivienda de tres pisos.
Pero desde que encerraron a su madre en la cárcel de mujeres que esta situada en la parte alta de la playa del “Sarchal”, su padre decidió mudarse al barrio de las “Latas”, al final de la cuesta del Recinto Sur, porque desde el barrio tenían la cárcel de mujeres a tiro de piedra.
Tinoco acababa de cumplir los diez años. Un cumpleaños que paso desapercibido para el resto de los mortales, incluido su padre. En realidad fue un día como otro cualquiera, intrascendente en el calendario, vacío de onomásticas, como si Tinoco no hubiese nacido, como si no existiese.
 Solo su madre se acordó de la fecha. Tal vez, porque parir un hijo no se olvida nunca y por este motivo le mando con su amiga la “Cuchi” un tirachinas nuevo, precioso, lo habían fabricado las reclusas según dijo, de forma artesanal en el taller de tapicería de la cárcel. El regalo, iba acompañado también, de una nota en la que le recordaba a su hijo que un cinco de agosto, festividad de la virgen de África, fue cuando vino a este mundo, y que ese día para ella inolvidable, había sentido la mayor satisfacción como madre, cuando la comadrona le trajo a Tinoco recién nacido y pudo sentir palpitar a su diminuto corazón, al apretarle cariñosamente  contra su pecho. Y a la vez le anticipaba que quería verlo sin falta el 24 de septiembre. Porque en esa fecha se celebra la festividad de nuestra señora de la Merced, patrona de todas las reclusas presas, ya fuesen creyentes o agnósticas. Y porque ese día, insistía,  seria una jornada que Instituciones Penitenciarias había declarado de puertas abiertas.
Recuerdo bien, como Tinoco presumía orgulloso  del tirachinas que le había regalado su madre. Aquel tirachinas le hacia grande, importante y también poderoso frente al resto de las pandillas, que intentaban inútilmente arrebatarnos a la fuerza nuestro territorio de los acantilados, lanzando las piedras con la mano.
Pero desde el día en que su vecina la “Cuchi”, le tuvo que leer la nota que le había enviado su madre y que ni el ni su padre se habían atrevido a leer, porque ambos eran analfabetos, se propuso ponerse a trabajar en la faena que saliese, para conseguir algún dinero y comprarle un regalo a su madre que le llevaría el día de la Patrona.
Tinoco, sentado en un saliente de la roca que se asoma al mar que baña la playa del “Sarchal”, observaba pensativo el rítmico volar de las “pavanas”, trazando dibujos invisibles en el espacio infinito que se agota en la frontera de la ultima galaxia.
 A sus pies, podía ver los muros de la cárcel. Estaban sucios de humedades verde oliva producidas por el limo, que se incrustaban en las grietas, coexistiendo con pequeñas costras de sal marina. No podía imaginarse, pese a que lo intentaba, como podían convivir en aquella edificación tan vieja y decadente, erosionada por el paso inexorable del tiempo y los mordiscos del salitre, tal masificación de mujeres presas de su destino. Presas como su madre, condenada por un juez a seis meses de cárcel, por intentar pasar de contrabando diez cartones de tabaco a través de la aduana de Algeciras.
Como si retomase de pronto su promesa de buscar trabajo, Tinoco salto hacia la acera, abandonando  la roca en la que se sentaba y corrió veloz por la inclinada cuesta abajo del Recinto, camino del mercado de abastos, que desde siempre estuvo situado en la vieja plaza del puente  Almina.
En el mercado, el padre de nuestro amigo Abdelkader, tenia un puesto de verduras y especias, que traía a diario de Marruecos. Era un local pequeño situado en la primera planta, desde donde se expandían flotando en el ambiente hasta llegar al sótano, el aroma picante del pimentón rojo y el intenso olor del comino, que se combinaban sin pretenderlo con la esencia vehemente del azafrán en rama. Todo un arco-iris de olores coronado por la continuidad de la suave fragancia de la hierbabuena que era costumbre colgarla fresca, en las verjas de cierre de todos los puestos. Aquellas especias que Hamido, el padre de Abdelkader, solía colocar prensada, en pequeños conos de colores en cima del mostrador a la vista de todo publico.
 Tinoco hacia tiempo que se encargaba de hacerle los recados a Hamido, entregando a domicilio las mercancías que compraban las amas de casa en el puesto del mercado.
Esa mañana, Tinoco corría y corría, respirando hondo, notando como el aire salado que respiraba, le inundaba de espuma de mar sus pulmones. A la altura del cine África, cruzo la calzada para cortar camino por la plaza de los Reyes, hasta alcanzar la calle Real. El esfuerzo comenzaba a pasarle factura, así que decidió continuar andando por la calle Real abajo.
 Sin saber porque, comenzó a sentir una atracción especial por observar los artículos que los comercios exponían en sus escaparates. Era una atracción nueva que nunca anteriormente había percibido.
Confundido por la novedad, reflexiono.
 ¿Cómo podía perder el tiempo fijándose en los escaparates de las tiendas del Revellín que siempre había desdeñado, porque jamás tuvo ilusión ni el dinero suficiente para poderse comprar un mínimo capricho?.
Debía ser el permanente recuerdo de su madre pensó. Si, eso era. Su enorme deseo por homenajear a su madre haciéndole un regalo, acababa de borrar de un plumazo su antigua desidia.
Un poco mas abajo, se paro curioso delante del espectacular escaparate que presentaba la  “Esmeralda”. La “Esmeralda”, era la joyería mas cara e importante de Ceuta. Pero a Tinoco esa valoración no pareció importarle. Lo importante para el fue imaginar que aquella diadema plateada con dos piedrecitas rojas incrustadas en el metal, podía lucir radiante en la cabeza de su madre.
Algunas mañanas, bien temprano, Tinoco echaba de menos a su antiguo barrio de Villa Jovita, y se acercaba para recoger a sus tres amigos, “Charly”, Pepón y Tito con los que bajaba hasta la playa de Benítez, para ir a pescar a la escollera del espigón del muelle de la Puntilla. Tito, era el encargado de llevar la carnada que normalmente eran sardinas. Para conseguirlas, Tito se tenia que acercar al muelle del Comercio, a la hora en que solían arribar al puerto las traíñas y esperaba en la lonja a  que los asentadores fuesen desechando las sardinas inservibles para la venta. Subidos a las rocas de la escollera, primero se repartían los puestos y después de ensartar la carnada fresca en los anzuelos, lanzaban las cañas con fuerza lo mas lejos posible y a partir de ese momento solo quedaba esperar pacientemente las picadas. Cuando Tinoco lograba pescar un sargo o una chopa, que conjuntamente con la caballas eran los pescados que mas abundaban en la zona, y que salían del agua espejeando como lunas llenas con sus escamas, saltaba entusiasmado con una agilidad  casi felina por encima de las piedras, para mostrarles con orgullo a sus tres amigos el pez. En su fuero interno, conseguir el objetivo de pescar, a parte de la diversión de un entretenimiento, representaba una conquista para su auto-estima
 Después, al filo del medio día, con el sol bailándole en la cara y el viento de levante jugando al escondite con los rizos que poblaban su cabeza, Tinoco volvía feliz hacia su casa, sujetándose fuertemente a la rueda de repuesto que todos los autobuses de Benzu, llevaban adosada en la parte trasera del vehículo.
La adoración que Tinoco sentía por su madre era inmensa, posiblemente, por lo poco que a lo largo de los años llegaba a disfrutarla. Porque cuando no estaba recluida en la cárcel, se encontraba ingresada en el hospital de la Cruz Roja, curándose de aquella tos seca que le explotaba en los pulmones y hacia que sus labios finos como la línea que sostiene al horizonte, se cubriesen de un manto rojizo, cuando escupía sangre. Pero para Tinoco, aquellos imponderables solo servían, para elevar su veneración por la mujer que le besaba con un cariño infinito en la frente, a través de las frías rejas de hierro fundido, o cuando entrelazaba entre sus dedos los caracolillos negros de su pelo, acariciándole con mimo la cabeza, las pocas veces que Tinoco tenia la oportunidad de visitar a su madre, en aquellas frías habitaciones del hospital, que mantenían esculpido permanentemente en el entorno, un fuerte olor a yodo y éter.
Aquella tarde que se metió en agua, desde que los nubarrones negros que arrastraba el poniente desde la cima del Yebel Musa amenazaron tormenta, Tinoco llegaba cansado y cuando abrió la puerta de cartón-piedra de su chabola y observo a su padre tirado como un saco vacío en el suelo de tierra, se temió lo peor. Asustado corrió hacia el catre que les servía de cama y tiro de la única manta de que disponían para arropar el cuerpo aterido de su padre. Al acercarse para tapar su cuerpo, un penetrante olor a sudor rancio, combinado con una tufarada acida de vino agriado, le dio una fuerte bofetada en el olfato. Aquel olor que tanto odiaba, tenia además la virtud de revolverle las tripas del estomago.
 Lo observo detenidamente, con la misma pena, con la que siempre le observaba. Otra vez su padre borracho incapaz de llegar arrastrándose hasta la cama. Y lo que para Tinoco era peor, su escasa fuerza infantil, no daba para levantar en vilo, el peso muerto de una persona adulta como su padre. Entonces, no le quedaba otra opción tantas veces repetida, que colocarle la almohada rellena de borra debajo de la nuca, abrigarlo bien con aquella manta de lana con cuadros escoceses que les regalo “Currito”, el chofer del cónsul ingles mr. Imossi y tener que esperar pacientemente sentado en el borde de la cama a que a su padre se le pasase la “mona”.
No había día de la semana, que Tinoco camino del mercado no se parase delante del escaparate de la “Esmeralda”, a contemplar la diadema de plata que había elegido para su madre. Ya tenia ahorrada alguna cantidad de dinero, pero todavía no se atrevía a entrar en la joyería a preguntar su precio, por miedo a que don Epifanio su dueño, lo echase del local a patadas, pensando que se trataba de una gamberrada.
La proximidad cada vez mas cercana del día de puertas abiertas de la cárcel, tenia nervioso a Tinoco, que no encontraba ni la hora, ni el momento de contárselo a su padre.
 Cada noche antes de acostarse, se dedicaba a contar las monedas repetidas veces, por eso, creía tener ya ahorrada la suficiente cantidad de dinero, para adquirir la diadema de plata que hacia tiempo había elegido como regalo para su madre.
Pero para hacer efectiva la compra, necesitaba que su padre como persona mayor le acompañara. El era un simple niño y solamente su entrada en la joyería, estaba seguro que causaría una gran desconfianza, y Tinoco no quería malos entendidos con don Epifanio.
Todos los servicios que Hamido le había abonado con dinero contante y sonante, Tinoco los iba guardado en una lata de conservas de melva vacía, que solía esconder en el estante mas alto de la alacena de la cocina.
Estaba claro cuando se levanto esa mañana muy temprano, que los nervios no le habían dejado dormir durante la noche. Unas grandes legañas amarillentas le comían los ojos. Busco la palangana que hacia las veces de lavabo para asearse, mientras oía los agudos ronquidos de su padre, que anunciaban los últimos estertores de la borrachera.
Antes de despertar a su padre, Tinoco quiso hacer el ultimo recuento de las monedas. Se subió a la vieja banqueta de siempre y tomo del estante la lata de conservas. Pero cuando la tuvo al alcance de su vista la sorpresa fue tan cruel, que estuvo a punto de caerse al suelo desde lo alto de la banqueta¡ La lata del dinero estaba vacía!.
En aquel preciso momento quiso morirse. Quiso gritar al mundo con rabia su dolor. Quiso que se enterase el universo de su maldita suerte.
 Pero de inmediato reacciono, adivinando quien había sido el autor del robo, y cual había sido el destino del dinero.
Antes de llegar a casa la noche anterior, su vecino Paco Isla, le manifestó su preocupación por el alcoholismo alarmante de su padre, recordaba que le había visto aquella misma tarde, pasarse varias horas acodado a la barra del bar Nieto bebiendo vino tinto de garrafón, a la vez que invitaba con generosidad a sus amiguetes de la peña flamenca.
Tinoco, abatido y desconcertado, se volvió para observar el cuerpo desvencijado de su padre tirado sobre el catre. Pero esta vez, curiosamente, no le dio pena, ni tan siquiera tristeza, únicamente, sintió como una gran amargura corrosiva le hacia odiarle con toda sus fuerzas, y le inundaba de desprecio el alma.
Recuerdo que durante todo el día, habíamos tenido que soportar un calor bochornoso, que el viento de “terral” remolcaba puntualmente desde el desierto del Sahara. Pero fue desaparecer el sol y empezar a refrescar.
 Hacia tiempo que Tinoco y yo permanecíamos callados. Estábamos sentados los dos, en aquel saliente de la roca que parecía querer despegarse de la tierra para arrojarse al mar. Habíamos contemplado en silencio como el sol se había ido despeñando lentamente, tras la ultima ola nocturna que devuelve el océano al Estrecho. La noche, había consumado el milagro de transformar la cúpula cóncava del cielo, en una feria de estrellas luminosas. Atraves de la penumbra, observábamos distraídamente como en la oscuridad del mar, se reflejaba el brillo resplandeciente de los luceros reverberando sobre las olas. Pero de entre todos ellos fue uno el que especialmente llamo la atención de Tinoco. Se trataba de un lucero que emitía una luz plateada entre violeta y gris ceniza que centelleaba como una culebrina sobre la superficie del agua.
 Observando su interés le explique.
-Ves ese extraño resplandor que ilumina el cielo Tinoco, corresponde a la estrella azul turquí que nos esta alumbrando desde polo norte. Cuentan los astrónomos que es de todas las estrellas, la estrella mas bella que puede observarse en el universo. Y es un acontecimiento que únicamente lo podrás contemplar a principios de septiembre cada diez años.-
Tinoco asintió con la cabeza y continuo sumido en el silencio, pensando en que al día siguiente visitaría a su madre con las manos vacías.
Bajando la empinada cuesta del Sarchal a Tinoco le pareció que habían cambiado la fisonomía de la cárcel.
 Toda la fachada principal aparecía blanca recién encalada, sin aquellas manchas verdosas que tanto la afeaban. Y en el patio, podía observarse como las reclusas habían colgado varias hileras de farolillos de feria blancos y verdes con la publicidad del Tío Pepe y guirnaldas con los colores de la bandera española. Hasta podía escucharse a una banda de música del Conservatorio, que amenizaba el acto tocando marchas militares y pasodobles.
 Tinoco ya dentro de la cárcel, se tuvo que abrir paso a empujones entre tanta gente y cuando vio a su madre en medio del patio, vestida con aquel “kaftan” negro que tanto la favorecía, echo a correr con toda la fuerza de sus piernas.
Al final de la carrera, estaba su madre que le esperaba con los brazos abiertos.
 Pero antes de fundirse los dos en un fuerte abrazo, Tinoco quiso entregarle la lata de conservas.
-¿Qué me traes ahí hijo? Pregunto su madre sorprendida. Un regalo mama.- Contesto Tinoco.
De la lata de conservas de melva medio llena de agua salada, se escapaba un penetrante aroma a espuma de sal y en su fondo, espejeaba una preciosa estrella de mar.
-Mama, esta es la estrella que brillaba en el cielo desde el polo norte y aseguran los que saben, que es la mas bonita que se puede observar en el universo, y yo mama la he cogido para ti.-
Su madre, solo tuvo fuerzas para estrechar a Tinoco entre sus brazos y llorar con lagrimas que le salieron del alma.    





    

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